Esta mañana he ido al oftalmólogo con Eli. Era una visita rutinaria, pero no por ello menos importante. Aunque ya es mayor de edad, todavía la siguen visitando en oftalmología pediátrica, ¡qué cosas!
Hasta aquí, todo bien. Pero no tienen nada de “normal” nuestras visitas al hospital pues, cada vez que vamos, volvemos con la dolorosa sensación de ser muy afortunados.
Esta mañana, a mi lado, una niña de unos 12 años me miraba de reojo. En un momento que ha girado la cara, he podido apreciar que la tenía desfigurada y llena de una especie de llaga gigante que le supuraba.
Dos sillas a la derecha, la enfermera le ponía gotas en los ojos a un pequeñín de unos 3 años que lloraba desconsolado. En su rostro, claras muestras de una enfermedad que no sabría definir.
A mi izquierda una niña de unos 5 años, en una silla de ruedas adaptada, esperaba para su visita.
Los niños van entrando y saliendo de la consulta; no va por orden, así que puedes pasar en ese espacio horas para estar después sólo unos minutos de visita.
En dos horas y media han pasado varias incubadoras con niños recién nacidos. Cada vez que levantaba la vista me encontraba con un niño o bebé más afectado que el anterior.
Cuando nos ha tocado el turno y hemos podido pasar a la consulta, no era capaz de preguntar nada… ¡Es tan simple lo que tiene comparado con lo que acababa de ver! Da igual las veces que lo vea, me siguen impactando y doliendo esos niños…
Dentro de un mes volveremos y habrá otras caras, llantos y miradas tristes.
Hoy hemos recibido una lección de “realidad” dolorosa, pero necesaria.